KINKÓN de Miguel Briante

Primero fue como si despertara de un sueño vacío, sin imágenes. Luego, la sensación de ser una figura vacía, apenas un pensamiento gestándose en algún lugar, lentamente. Después, comencé a dar pasos vacilantes, a ser el protagonista de escenas de acontecimientos que, casi con certeza, creía haber vivido antes. No era una similitud, no. De pronto, siempre confuso, yo estaba en cualquier lugar, haciendo cualquier cosa. Entonces recordaba haber hecho algo parecido, antes, pero no exactamente lo mismo: y era necesario que venciera imposiciones, que me moviera por mi cuenta, corrigiendo los errores hasta ajustarlo todo: en seguida la escena recomenzaba y era más perfecta, gradualmente iba asemejándose a ese modelo visible en que se convertía el pasado. Esto no duró mucho tiempo: progresivamente, en ese mundo difuso, me fui concretando. Mi cuerpo fue cada vez más preciso, mis rasgos más definidos. Mis actos ya coincidían en todo con el invariable (y casi explicable) recuerdo, y no tenían nada de balbucientes, y eran erróneos en la misma medida en que fueron erróneos los otros, los que pertenecen a esa vida anterior al sueño del que he despertado.
Ahora, que relato esto, sé dos verdades: sé que esta voz, estas palabras, estos gestos que son simples y perfectas repeticiones (esta explicación de mi voz, de mis palabras, de mis repeticiones), me han sido impuestos y es, de alguna manera, como si me hubieran sido prestadas. Prestadas para que cuente mi historia, mientras camino, mientras comprendo que se tiene que cumplir, dentro de unos instantes, el eslabón que falta para que la cadena que una vez constituyó mi vida quede completa (también) en este mundo espantable en el que estoy a punto de volver a la nada. Sé, también, que todo este lenguaje es exterior a mí, que este acto de narrar mi vida -todo eso que estoy diciendo, justificando- es el único que no puede ser una repetición, el único que no recuerdo. Nunca tuve lenguaje suficiente, me faltaron las palabras para todo y si hubiera debido contar mi historia por mi cuenta lo habría hecho como me expresé siempre, como me obligaron a expresarme siempre: a los insultos, a las trompadas. Hay, en estos recuerdos que estoy obligado a contar, pensamientos o preguntas que nunca hubiera formulado, que nunca hubiera dejado escapar de mis labios.
Decían que mi origen era el Brasil: eso era cierto. De ese país siempre tuve (en vida, en los recuerdos posteriores al sueño) una confusión nada geométrica de caminos, de ramas, de cielo entre follajes. No sé si recuerdo un barco o un tren: sé que era chico, muy chico, cuando llegué a la Argentina. Tampoco recuerdo rostro ni nombre de padres: sólo una blanda caricia, unos dedos largos que un día no vi más, que una vez, cuando fui más grande, me dejaron solo.
Estaba en algún lugar del campo y tuve que salir a buscar la vida, a ganármela. Tal vez tenía quince años. Lentamente fui adquiriendo costumbres, mañas, retruques y un lenguaje inseguro mezcla de portugués (nunca, en vida, supe que ésa era mi lengua natal), dialecto de estancias, repeticiones de pequeños pueblos bonaerenses, palabras para sacar el cuchillo. Un día -intuyo que siempre se dice así cuando no hay fechas, cuando se quiere señalar cualquier día- un carro me dejó en General Belgrano, cerca de la estación. Acostumbrado al campo abierto, a los pueblos vistos en un sueño, a los caminos retorcidos que conducen a las cosechas, creo que comprendí el borroso significado de la palabra simetría: atraído por las calles rectas, amplias, me quedé.
No es que el recuerdo se confunda, pero me queda poco tiempo. Me están imponiendo palabras, me están obligando a contar mi historia, pero también me obligan a andar por otro sendero, el mismo que atravesé el último día de la vida anterior al sueño, otro sendero donde todo tiene que acabarse, donde quizá voy a quedar hasta que alguien empiece a jugar otra vez con mi sombra, a tejer esquemáticas escenas repetidas. Debo, por lo tanto, adelantar los acontecimientos, apurarme.
De los primeros días enumero sensaciones confusas, miradas torvas, extrañadas. Luego, alguna amistad. Nunca pude explicarme por qué todo comenzó ahí, por qué todo no comenzó antes. Mirando a la distancia parece improbable que no me hubiera dado cuenta, ya, al llegar al pueblo. La palabra "negro" era parte de mi origen y no me llamaba la atención mayormente. Pero fue ahí, en General Belgrano, donde me enteré de que mis manos parecían zarpas, de que mi cuerpo era la exacta reproducción de un mono gigante. Kincón es el sonido a que quedó simplificado ese gorila que apareció una vez, en el cartelón del cinematógrafo, dibujado con una mujer entre las manos enormes, destrozándola. Kincón fue desde ese día mi nombre. La revelación de que era distinto, muy distinto. La palabra que eligieron para señalar que yo era uno más para el pequeño mundo de los solitarios: Banegas, changador, habitante de los bancos ferroviarios; Rodríguez, especie de susto nocturno, reducido a su casilla de madera, siempre a punto de ser desalojado junto con su mujer y sus hijos; otro pibe del que no recuerdo el nombre (Cantinflas, le decían), con su bolsa, sus veintisiete años desfigurados, su rebenque y su baba; hablando entre dientes y cediendo a las burlas, improvisando discursos o cantando para que todos se rieran y, alguna vez, le tiraran monedas.
Una vez alguien me provocó, alcé una silla, hice brotar sangre. De la celda, en la comisaría, pasé inexplicablemente a formar parte del personal de vigilancia. El comisario necesita gente fuerte, me dijeron. Agente Kincón: hasta a mí me daba risa. El hecho es que empecé a pelear contra los malandrines, a ganar un sueldo fijo. Creo que por eso la Juana vino a mi rancho. Ella no era fea del todo, tampoco era negra: por supuesto, la plata. Trajo a sus dos hijos. Después tuvo uno mío y se nos murió, al poco tiempo. Yo me había constituido en el padre legal de sus chicos. Hasta los reprendía yo, hasta alguna vez se me colgaron de los brazos, me dijeron Kincón ellos también, pero muy bajo, como si me estuvieran acariciando, como si fueran, sus voces, esos dedos largos y blancos que me acariciaban cuando era chico. Pero se hicieron grandes y cambiaron: se daban cuenta de la forma de mi rostro y me despreciaban. Querían comer mejor; ocultaron a la Juana cuando se metía otro hombre en mi rancho, o me lo contaban después, defendiéndola descaradamente. Comencé a pegarles, a los tres. Siempre los gritos de la Juana eran más fuertes, más persistentes; me perseguían durante muchas horas. Evitaba, entonces, volver al rancho. Comprendía que ninguna mujer podía besarme, con esta cara, y me quedaba atado a la Juana.
Camino. La curva gira (alguien me impone estas palabras y digo la curva gira). Sigo recordando todo cuanto viví dos veces, todo cuanto me ocurrió por duplicado, por triplicado quizá en escenas informes. No sé si esto que me hacen decir es cierto; sé que es lindo, que me justifica: solo, atormentado, desdeñado por esas palabras que me decían Kincón, sos fiero eh, me fui dejando llevar (o inventé que me estaba dejando llevar) por algún recuerdo primitivo, por alguna figura de ramas, de olor a follaje. Cada vez eran más frecuentes mis conversaciones con ellos, en los bancos de la estación, en la calle del centro a las tres de la mañana. También experimentaba una extraña felicidad cuando alguna noche nos topábamos con ladrones y yo cruzaba el campo, a caballo y al galope, apretando la culata del rifle, o cuando entraba sin miedo a los chumbazos en las peleas de los boliches. Sé que eran ellos (sé que era mi rostro, mi sobrenombre) los que me impulsaban a herir a alguien, a defenderlos. Odiaba. Ahora odiaba a la gente. Los pibes del pueblo, que habían sido mis amigos, estaban creciendo: ya hacían repetir sus discursos a Cantinflas, ya se habían dado cuenta de que me disgustaba verlos hacerme la venia, oírlos decirme buenos días agente Kincón. Por eso, para vengar a los otros (ahora sé que para vengarme de mi soledad) hice aquello: jugaban y me habían visto. La pelota saltaba en el empedrado y fui hacia ellos. Me miraron, descubrieron que no debían decirme nada, creyeron que yo iba a pasar de largo, que me iba a olvidar de que ya sabían por qué me llamaban Kincón. Por eso, desde ese día, rompí la pelota con el sable: me acuerdo, siempre, del ruido a goma rota, al aire en libertad. Me acuerdo de muchos ojos, odiándome.
Todas estas palabras -debo insistir, creo- están lejos de representar mi soledad. Además, la palabra soledad no habla, no puede hablar, del odio que fui dejando crecer dentro mío, del placer elemental que me llenaba al enfrentar el espejo, cuando veía que la Juana y los chicos esbozaban sonrisas al verme ante la superficie brillante. Alguna vez, en voz alta y delante de ellos, pude repetir mi sobre nombre. Kincón, Kincón. En sus ojos, en su interior estaban esas palabras: las mías eran sólo un eco. (Es extraño pero me parece que sí, que ahora hablo yo, que ya no me imponen las palabras y que domino casi todo el significado de cosas, de lugares, de símbolos que nunca hubiera conocido antes. Lo único irremisible es esta marcha, este camino hacia el último acto.) La palabra soledad no puede explicar de ninguna manera mi silencio, mis ganas, a veces, de insultarlos a todos, mi rabia (que era la rabia que le tenía a la gente) cuando les pegaba a los hijos de la Juana, o a ella misma, y después debía faltar por dos o tres noches porque sus gritos me perseguían. No podía ser todo ese odio que me llevaba a caminar por la noche, en el pueblo, vigilando los zaguanes, apareciendo de vez en cuando para ver el susto de la gente cuando se encontraba con mi cara de Kincón en la ventana.
Después vino lo otro: lo del día que trajeron a Banegas a la comisaría y le hicieron limpiar los pisos, diciendo que estaba acusado de vagancia. Yo, yo mismo le dije que se fuera. Entonces fue la pelea con el comisario: el sable y la chaqueta tirados por el suelo: el calabozo. Cuando salí, la Juana se había ido. Se había llevado (tal vez por compasión, para hacerme una afrenta, o para dejarme más solo todavía) el espejo. Los pibes, ya de doce y trece años, estaban pero no parecían esperarme. Me pidieron comida y les pegué. Les dije que tenían que trabajar, insultándolos, hablándoles de la gente, de la soledad, de los pisos de la comisaría, del comisario. Se fueron.
Al rato llegaron dos policías y me llevaron otra vez al calabozo. Por el camino los crucé: traían comida, pude adivinar que me habían denunciado. Después, todo transcurrió entre el calabozo y los boliches. A veces iba y les pegaba: ellos, mañosos, inventaban que yo seguía hablando mal de las autoridades y volvían a encerrarme. (El odio parecía dormido. En realidad, había algo más, dormido: algo que se encierra en una palabra cuyo significado recién comprendo, una palabra que también me están dictando pero que no puedo aceptar, porque seguramente no me pertenece, aunque tal vez defina lo que no sentí nunca, salvo aquella vez, en ese momento que volveré a sufrir ahora, para completar la cadena.)
Camino, anoche vine borracho y uno de los pibes estaba en mi cama: lo eché. Protestaron, me dijeron que los dueños del rancho eran ellos, que pronto iba a venir la Juana con otro tipo. Les pegué. Contra un rincón, donde había estado el espejo (donde los había visto disimular la risa), les pegué como si estuviera pegándoles a todos ellos, a todos los que me decían Kincón, a los dedos blancos que una vez me abandonaron.
Ahora es la mañana y ellos acaban de irse. Dentro de un rato vendrán a buscarme, por eso he salido a encontrarlos. Ya llegan. Los pibes no disimulan más delante mío: conducen a los policías, simplemente. Los agentes vienen con el sable, que una vez tuve en la cintura, y el mismo uniforme con el que yo aparecía de noche, por los zaguanes, o tiraba trompadas volteando ladrones. Pero hay algo distinto a siempre: ahora sé que ya no siento ni cansancio ni odio, sino todo eso junto: las ofensas, la certeza de estar solo, de sentirme nombrar desdeñosamente, de saber que siempre fui una basura, alguien que no sirve nada más que para ponerlo a la cabeza del pelotón cuando se entra a un boliche donde hay tiros, mientras se lo compara con la figura de un gorila, pensando, risueñamente, que su origen es el Brasil.
Vienen (como hace mucho tiempo, antes del sueño). Son tres y llevan sable. Camino y estoy desarmado. Corro y les grito que no, no van a llevarme, son todos una porquería y si quieren vengan y peleen y corran como corren ahora hacia mí, hacia mi cuerpo, mientras parece que los chicos se ríen, hasta que se quedan un poco asustados de mi rostro (que a lo mejor ya no causa risa, ni repulsión) y miran cómo arremeto contra los sables, cómo me aferró a la tierra y esquivo los amagues, el aire que cortan los filos, cómo me siguen cortando y mi cuerpo, mi cuerpo distinto de Kincón se debate y los ojos de los policías que una vez fueran a pelear detrás de ese cuerpo continúan sorprendidos y las manos se obligan a subir, a bajar, a hundir las hojas largas en su carne, muchas muchas veces, mientras antes de caer el monstruo sigue, como la primera vez, lleno de sangre y en pie, bramando, esquivando los sables, bailoteando.


Autor: Miguel Briante Libro: “Las hamacas voladoras y otros relatos”. Editorial Puntosur S.R.L. Bs.As. 1987

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