FACUNDO o CIVILIZACIÓN Y BARBARIE en las pampas argentinas
Introducción
"Je demande à l'historien l'amour de l'humanité ou de la liberté; sa justice impartiale
ne doit pas être impassible. Il faut, au contraire, qu'il souhaite, qu'il espère,
qu'il souffre, ou soit heureux de ce qu'il raconte".
VILLEMAIN.
¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: "¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡El vendrá!" ¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en sistema, efecto y fin; la naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular capaz de presentarse a la faz del mundo como el modo de ser de un pueblo encarnado en un hombre que ha aspirado a tomar los aires de un genio que domina los acontecimientos, los hombres y las cosas. Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fue reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas, falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo. Tirano sin rival hoy en la tierra, ¿por qué sus enemigos quieren disputarle el título de Grande que le prodigan sus cortesanos? Sí; grande y muy grande es para gloria y vergüenza de su patria; porque si ha encontrado millares de seres degradados que se unzan a su carro para arrastrarlo por encima de cadáveres, también se hallan a millares las almas generosas que en quince años de lid sangrienta no han desesperado de vencer al monstruo que nos propone el enigma de la organización política de la República. Un día vendrá, al fin, que lo resuelvan; y la Esfinge Argentina, mitad mujer por lo cobarde, mitad tigre por lo sanguinario, morirá a sus plantas, dando a la Tebas del Plata el rango elevado que le toca entre las naciones del Nuevo Mundo.Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha podido cortar la espada, estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman, y buscar en los antecedentes nacionales, en la fisonomía del suelo, en las costumbres y tradiciones populares, los puntos en que están pegados.
(fragmento)
CABECITA NEGRA de Gemán Rozenmacher
A Raúl Kraschovsky
El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y
fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre
la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas.
Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir
por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como
para salir y hasta se había lustrado los zapatos. Y ahí estaba ahora, con los
ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de
algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba
vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para
entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía con las ventanillas
pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose
entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos
letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle
abajo. Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría
abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez
de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse
ahí, fumando en el balcón. A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió
de hombros, angustiado. La noche se había
hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía
despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo
hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien.
Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo
cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de
la noche. En este país donde, uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder
a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado
para conservar la dignidad. Si uno se
descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha.
Estornudó, Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos
que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo
se habían ido a pasar el fin de semana a
la quinta de Paso del Rey llevándose a
la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó; no le iban tan
mal las cosas. No podía quejarse de 1a vida. Su padre había sido un cobrador de
la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada.
EI señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en
propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que
ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos
apliques cromados de las portezuelas. La
ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la
quinta de fin de semana donde pasaba las
vacaciones. No podía quejarse. Se daba
todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se
casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos
sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la
rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que
significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que
aplastar muchas cabezas para sobrevivir
porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había
salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que
le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío
lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus
semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería,
que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar.
Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran
“señor”. Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una
sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían
estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde
se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo
único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La
niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un
ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie,
fumaba, adormeciéndose.
De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a
todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba
en la neblina, llamaba a alguien, , a cualquiera. El señor Lanari dio un
respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y
parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso
hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más
bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el
silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y pidiendo socorro con su
aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de
niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado.
Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta
la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en. el
umbral del hotel que tenía el letrero luminoso “ Para Damas” en la puerta, despatarrada y borracha, casi
una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las
piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la
cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.
-Quiero ir a casa, mamá – lloraba –. Quiero cien pesos para el tren
para irme a casa.
Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera
de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, solo dijo
que así eran estos negros, que se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó
cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando
vagamente en 1a caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las
manos en los bolsillos, despreciándola
despacio. – ¿Qué están haciendo ahí ustedes
dos? – la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una mano
sobre su hombro. –
A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la
vía pública. :
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de
complicidad al vigilante.
-Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se
embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente. Entonces se dio
cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso
empezar a contar su historia. Viejo baboso – dijo el vigilante mirando con odio
al hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante-. Hacéte el gil
ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.
– Vamos. En cana.
El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó
violentamente y le gritó al policía.
- Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy
cara. ¿Usted sabe con quién está hablando? –
Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía
ningún comisario amigo.
– Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la
largaste dura y ahora te querés lavar las manos? – dijo el vigilante y lo
agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que
dejaba hacer, cansada, ausente y callada, mirando simplemente todo. El señor
Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué
tenía que ver él en todo eso? Y además ¿qué
pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se
complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había
hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese
insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía
aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera
en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza
inútil.
– Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer -dijo
señalándola. Sintió que el vigiante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos
dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor,
era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y
que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y
malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita
negra.
– Señor agente – le dijo en tono confidencial y bajo como para que la
otra no escuchara parada ahí, con la botella
vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si
estuviera tan aplastada que ya nada le importaba. – Venga a mi casa, señor
agente. Tengo un cognac de primera. Va a ver
que todo lo que le digo es cierto. – Y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró –. Vivo ahí al
lado, – gimió casi, manso y casi
adulón, quejumbroso, sabiendo que
estaba en manos del otro sin tener, ni siquiera un diputado para que sacara la
cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y
convencerlo para que lo dejara de embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el
señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a
la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al
departamento el señor Lanari prendió
todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama
matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida. Qué espantoso, pensó, si
justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran
ahí, con esos negros, al margen de todo, mente sucia; sería un escándalo, lo
más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y
quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada
mientras hacía eso tan desusado, ahí a las cuatro de la mañana, porque la noche
se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una
persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura,
en su propia casa.
-Dame café – dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió
que lo estaban humillando.
Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente,
ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le
gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío tan
inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la
comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado policía que
había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido
en años y años de duro trabajo, todas su posesiones, y encima humillarlo y
escupirlo. Y la mujer esta a en toda la trampa como carnada. Se encogió de
hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la
biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le
desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le
mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer
tiempo para leerlos pero estaban allí .
El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía
toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido
estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música
del mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese
hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con
ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como
burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud
sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y
con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió
la campera y se puso a tomar despacio. El señor Lanari recordó vagamente a los
negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza
Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera
querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros
que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo
eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una
persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su
casa. Sintió que deliraba y di- vagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por
estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama
y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí,
tomando su coñac. La casa estaba tomada. -Qué le hiciste -dijo al fin el negro.
-Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga
el favor de... -el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un
puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre
por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaban haciendo eso?, Qué cuentas le
pedían? Dos desconocidos en la noche
entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo
era un manicomio. -Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se
vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos
creen que pueden llevársela pr delante.
Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, apareciste, porquería,
apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo
un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los
ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. E1 otro empezó a
golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía
no, con la cabeza y dejaba hacer,
anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al
hermano: -Este no es, José. -Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva.
Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro
y vio que se detenía, bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez,
y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro Por fin se me va este maldito insomnio y
se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los
ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le
dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba
a unto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De
pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al
garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le
faltaba nada. ¿Qué
hacer, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar que? ¿Todo había pasado de veras?
“Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada”
trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo
estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había
sido violado. “ La chusma”, dijo para tranquilizarse, “ hay que aplastarlos,
aplastarlos”, dijo para tranquilizarse.” La fuerza pública ,” dijo, “tenemos toda la fuerza pública y el
ejército” , dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor
Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.
Rozenmacher, Germán, “Cabecita negra”, en Cabecita negra,
Buenos Aires, CEAL, 1967. pp39 a 47.
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