Había una guerra contra los turcos. El vizconde Medardo de Terralba, mi tío, cabalgaba por la llanura de Bohemia hacia el campamento de los cristianos. Le seguía un escudero de nombre Curcio. Las cigüeñas volaban bajas, en blancas bandadas, atravesando el aire opaco e inmóvil. —¿Por qué tantas cigüeñas? —preguntó Medardo a Curcio—, ¿adonde vuelan? Mi tío era un recién llegado, habiéndose enrolado hacía muy poco, para complacer a ciertos duques vecinos nuestros, comprometidos en aquella guerra. Se había provisto de un caballo y de un escudero en el último castillo en poder de los cristianos, e iba a presentarse al cuartel imperial. —Vuelan a los campos de batalla —dijo el escudero, lúgubre—. Nos acompañarán durante todo el camino. El vizconde Medardo había aprendido que en aquel país el vuelo de las cigüeñas es señal de buena suerte; y quería mostrarse contento de verlas. Pero se sentía, a pesar suyo, inquieto. —¿Qué es lo que puede llamar a las zancudas a los campos de batalla, Curcio? — preguntó. —Ahora también ellas comen carne humana —contestó el escudero—, desde que la carestía ha marchitado los campos y la sequía ha resecado los ríos. Donde hay cadáveres, las cigüeñas y los flamencos y las grullas han sustituido a los cuervos y los buitres. Mi tío estaba entonces en su primera juventud: la edad en que los sentimientos se abalanzan todos confusamente, no separados todavía en mal y en bien; la edad en que cada nueva experiencia, aun macabra e inhumana, siempre es temerosa y ardiente de amor por la vida. —¿Y los cuervos? ¿Y los buitres? —preguntó—. ¿Y las otras aves rapaces? ¿Adonde han ido? —Estaba pálido, pero sus ojos centelleaban. El escudero era un soldado huraño, bigotudo, que no levantaba nunca la mirada. "A fuerza de comer apestados, la peste también les ha alcanzado", e indicó con la lanza unas matas negras, que a una mirada más atenta se revelaban no de ramas, sino de plumas y de descarnadas patas de rapaces. —No se sabe a ciencia cierta quién debe haber muerto primero, si el pájaro o el hombre, y quién debe haberse lanzado sobre el otro para quitarle el pellejo —dijo Curcio. Para huir de la peste que exterminaba a la población, familias enteras se habían puesto en camino por los campos, y la agonía les había cogido allí mismo. Esparcidos por la yerma llanura, se veían montones de despojos de hombres y mujeres, desnudos, desfigurados por los bubones y, cosa que en principio parecía inexplicable, emplumados: como si de sus macilentos brazos y costillas hubieran crecido negras plumas y alas. Era carroña de buitre mezclada con sus restos. Ya iban apareciendo en el suelo señales de batallas pasadas. La marcha se había hecho más lenta porque los dos caballos se paraban a menudo, o bien se encabritaban. —¿Qué les ocurre a nuestros caballos? —preguntó Medardo al escudero. —Señor —contestó—, no hay nada que disguste tanto a los caballos como el olor de sus propias entrañas. Aquella parte de la llanura que atravesaban aparecía en efecto recubierta de carroña equina; unos restos estaban supinos, con los cascos vueltos al cielo, otros en cambio, con el hocico enterrado en el suelo. —¿Por qué tantos caballos caídos en este lugar, Curcio? —preguntó Medardo. —Cuando el caballo cree que va a despanzurrarse —explicó Curcio—,
trata de retener sus vísceras. Algunos ponen la panza en el suelo, otros se dan la vuelta para que no les cuelguen. Pero la muerte no tarda en llegarles igualmente.
—¿Así que en esta guerra son sobre todo los caballos los que mueren? —Las cimitarras turcas parecen hechas expresamente para hendir de un solo golpe sus vientres. Más adelante verá los cuerpos de los hombres. Primero les toca a los caballos y después a los jinetes. Pero he allí el campamento. En el límite del horizonte se alzaban los pináculos de las tiendas más altas, y los estandartes del ejército imperial, y el humo. Siguieron galopando y vieron que los caídos de la última batalla habían sido casi todos apartados y sepultados. Sólo podía descubrirse algún miembro desparramado, especialmente dedos, entre los rastrojos. —De vez en cuando hay un dedo que nos indica el camino —dijo mi tío Medardo—. ¿Qué significa? —Dios les perdone: los vivos mutilan los dedos a los muertos para sacarles los anillos. —¿Quién vive? —dijo un centinela con un capote recubierto de moho y musgo como la corteza de un árbol expuesto a la tramontana. —¡Viva la sagrada corona imperial! —gritó Curcio. —¡Y muera el sultán! —replicó el centinela—. Pero os ruego que cuando lleguéis al mando les digáis que se decidan a mandarme el relevo, ¡que estoy echando raíces! Los caballos ahora corrían para huir de la nube de moscas que envolvía el campo, zumbando sobre las montañas de excrementos. —El estiércol de ayer de muchos valientes —observó Curcio— todavía está en la tierra, y ellos ya están en el cielo —y se santiguó. A la entrada del campamento, flanquearon una hilera de baldaquines, bajo los cuales mujeres gruesas con tirabuzones, con largos vestidos de brocado y los senos desnudos, los acogieron con gritos y risotadas. —Son los pabellones de las cortesanas —dijo Curcio—. Ningún otro ejército las tiene tan bellas. Mi tío cabalgaba con el rostro hacia atrás, para mirarlas. —Tenga cuidado, señor —agregó el escudero—, son tan sucias y están tan apestadas que no las querrían ni los turcos como presa de un saqueo. No están solamente cargadas de ladilas, chinches y garrapatas, sino que ya anidan en ellas los escorpiones y los lagartos. Pasaron ante las baterías de campaña. Por la noche, los artilleros cocinaban su rancho de agua y nabos en el bronce de las espingardas y de los cañones, encandecido por los muchos disparos del día. Llegaban carros llenos de tierra y los artilleros la pasaban por un tamiz.
—Ya escasea la pólvora —explicó Curció—, pero la tierra en donde se han desenvuelto las batallas está tan impregnadas que, si se quiere, puede recuperarse alguna carga.
Luego venían las cuadras de la caballería, donde, entre las moscas, los veterinarios remendaban sin descanso la piel de los cuadrúpedos con cosidos, cinchas y emplastos de alquitrán hirviente, relinchando y dando coces todos, hasta los doctores. El campamento de la infantería venía a continuación por un buen trecho. Era el ocaso, y los soldados estaban sentados delante de cada tienda con los pies descalzos sumergidos en tinajas de agua templada. Acostumbrados como estaban a imprevistas alarmas de día y de noche, también cuando se lavaban los pies mantenían el yelmo en la cabeza y la pica pronta. En tiendas más altas y aderezadas como pabellones, los oficiales se empolvaban los sobacos y se daban aire con abanicos de encaje. —No lo hacen por afeminamiento —dijo Curcio—, más bien quieren demostrar que se encuentran completamente a sus anchas en las asperezas de la vida militar. El vizconde de Terralba fue conducido enseguida al emperador. En su pabellón todo tapices y trofeos, el soberano estudiaba sobre los mapas los planes para futuras batallas. Las mesas estaban repletas de mapas desenrollados en donde el emperador clavaba alfileres, sacándolos de un acerico que uno de los mariscales le tendía. Los mapas estaban ya tan cargados de alfileres que no se entendía nada, y para leer algo se tendrían que quitar los alfileres y luego volverlos a colocar. En este quita y pon, para tener libres las manos, tanto el emperador como los mariscales sujetaban los alfileres con los labios y podían hablar sólo con gruñidos. Cuando vio al joven que se inclinaba ante él, el soberano emitió un gruñido interrogativo y se quitó en seguida los alfileres de la boca.
—Un caballero recién llegado de Italia, majestad —lo presentaron—, el vizconde de Terralba, de una de las más nobles familias del Genovesado. —Que sea nombrado inmediatamente teniente. Mi tío hizo sonar las espuelas en posición de firmes, mientras el emperador hacía un amplio gesto regio y todos los mapas se enrollaban y resbalaban al suelo. Aquella noche, aunque cansado, Medardo tardó en dormirse. Caminaba arriba y abajo cerca de su tienda y oía las llamadas de los centinelas, el relinchar de los caballos y el entrecortado hablar de algún soldado mientras dormía. Contemplaba en el cielo las estrellas de Bohemia, pensaba en el nuevo grado, en la batalla del día siguiente, y en la patria lejana, en el rumor de las cañas en los torrentes. En el corazón no sentía ni nostalgia, ni duda, ni aprensión. Las cosas todavía eran enteras e indiscutibles tal como era él mismo. Si hubiese podido prever la terrible suerte que le esperaba, quizá también la habría encontrado natural, y perfecta, aun en todo su dolor. Tendía la mirada al límite del horizonte nocturno, en donde sabía que se encontraba el campamento de los enemigos, y con los brazos cruzados se apretaba con las manos los hombros, contento de la certidumbre conjuntamente de realidades lejanas y distintas, y de su propia presencia en medio de ellas. Sentía la sangre de aquella guerra cruel, derramada en mil riachuelos sobre la tierra, llegar hasta él; y se dejaba lamer por ella, sin experimentar ira ni piedad.
Capítulo 2
La batalla comenzó puntualmente a las diez de la mañana. Desde lo alto de su silla, el lugarteniente Medardo contemplaba la amplitud de la formación cristiana, preparada para el ataque, y tendía el rostro al viento de Bohemia, que levantaba olor de tamo como de una era polvorienta. —No, no vuelva la vista atrás, señor —exclamó Curcio que, con el grado de sargento, estaba a su lado. Y, para justificar la frase perentoria, agregó, quedo—: Dicen que da mala suerte, antes del combate. En realidad, no quería que el vizconde se desalentara, reparando en que el ejército cristiano consistía casi únicamente en aquella hilera allí dispuesta, y que las tropas de refuerzo eran apenas algunos escuadrones de infantes debiluchos. Pero mi tío miraba a lo lejos, a la nube que se aproximaba en el horizonte, y pensaba: "Sin duda aquella nube son los turcos, y éstos que a mi lado escupen tabaco son los veteranos de la cristiandad, y esta corneta que suena ahora es la orden de ataque, el primer ataque de mi vida, y este retumbo y temblor, el bólido que se incrusta en el suelo observado con aburrimiento por los veteranos y los caballos es una bala de cañón, la primera bala enemiga con que me encuentro. Que no venga el día en que tenga que decir: «Y ésta es la última.»" Con la espada desenvainada, se encontró galopando por la llanura, los ojos en el estandarte imperial que desaparecía y volvía a aparecer entre el humo, mientras los cañonazos amigos volaban en el cielo por encima de su cabeza, y los enemigos ya abrían brechas en el frente cristiano y caían sombrillas de mantillo. Pensaba: "¡Veré a los turcos! ¡Veré a los turcos!" No hay nada que guste tanto a los hombres como tener enemigos y comprobar después si son verdaderamente como se los imaginaron. Los vio, a los turcos. Precisamente llegaban allí dos de ellos. Con los caballos protegidos con bardas, el pequeño escudo redondo, de cuero, vestidos a rayas negras y azafrán. Y el turbante, la cara de color ocre y los bigotes como uno que en Terralba llamaban "Miqué el turco". Uno de los dos turcos murió y el otro mató a otro. Pero estaban llegando quién sabe cuántos y el combate era de arma blanca. Vistos dos turcos era como haberlos visto a todos. También ellos eran militares, y todo aquello era dotación del ejército. Los rostros eran de obstinados y estaban curtidos como los campesinos. Medardo, lo que era verlos, ya los había visto; podía regresar a casa, a Terralba, a tiempo para el paso de las codornices. En cambio, se había alistado para la guerra. Así que corría, esquivando los golpes de las cimitarras, hasta que encontró a un turco bajo, a pie, y lo mató. Visto cómo se hacía, fue a buscar uno alto a caballo, e hizo mal. Porque los peligrosos eran los pequeños. Iban hasta debajo de los caballos, con aquellas cimitarras, y los descuartizaban. El caballo de Medardo, perniabierto, se paró.
—¿Qué haces? —dijo el vizconde. Curcio le alcanzó indicando hacia abajo:
—Mire ahí.
Tenía las entrañas por el suelo. El pobre animal miró hacia arriba, a su dueño, luego bajó la cabeza como si quisiera ramonear los intestinos, pero sólo era un alarde de heroísmo: se desvaneció y luego murió. Medardo de Terralba debía seguir a pie. —Tome mi caballo, teniente —dijo Curcio, pero no consiguió pararlo porque cayó de la silla, herido por una flecha turca, y el caballo se alejó. —¡Curcio! —gritó el vizconde y se aproximó al escudero que gemía en el suelo. —Ni piense en mí, señor —dijo el escudero—. Esperemos que en el hospital haya todavía aguardiente. Le dan una escudilla a cada herido. Mi tío Medardo se lanzó al combate. La suerte de la batalla era incierta. En aquella confusión parecía que vencían los cristianos. En efecto, habían roto la formación de los turcos y rodeado algunas posiciones. Mi tío, con otros valientes, había avanzado hasta situarse debajo de las baterías enemigas, y los turcos las desplazaban, para tener a los cristianos bajo su fuego. Dos artilleros turcos hacían girar un cañón con ruedas. Lentos como eran, barbudos, embozados hasta los pies, parecían dos astrónomos. Mi tío dijo: "Ahora llego hasta ellos y van a ver." Entusiasta e inexperto, no sabía que a los cañones sólo hay que aproximarse de lado o por detrás. El se abalanzó frente a la boca de fuego, con la espada desenvainada, y creía que iba a asustar a aquellos dos astrónomos. En cambio le dispararon, dándole en el pecho. Medardo de Terralba saltó por los aires. Por la noche, durante la tregua, dos carros iban recogiendo los cuerpos de los cristianos por el campo de batalla. Uno era para los heridos y el otro para los muertos. La primera selección se hacía allí en el campo. "Este lo cojo yo, aquél lo coges tú." Donde parecía que había algo todavía salvable, lo metían en el carro de los heridos; donde sólo había trozos y pedazos, éstos iban al carro de los muertos, para tener sepultura bendecida; lo que ni siquiera era un cadáver se dejaba de pasto a las cigüeñas. Por aquellos días, en vista de las pérdidas crecientes, se había dado la orden de no exagerar en los heridos. Por lo que los restos de Medardo fueron considerados un herido y colocados en aquel carro. La segunda selección se hacía en el hospital. Después de las batallas el hospital de campaña ofrecía un espectáculo aún más atroz que las mismas batallas. En el suelo había la larga hilera de camillas con aquellos desventurados dentro, y a su alrededor se afanaban los doctores, arrebatándose de las manos pinzas, sierras, agujas, miembros amputados y ovillos de bramante. Muerto a muerto, a cada cadáver hacían lo imposible para devolverlo a la vida. Sierra aquí, cose allí, tapona heridas, volvían las venas como guantes, y las ponían otra vez en su sitio, con más bramante dentro que sangre, pero remendadas y cerradas. Cuando un paciente moría, todo aquello que tenía de aprovechable servía para recomponer los miembros de otro, y a otra cosa. Lo que más se enredaba eran los intestinos: una vez desenrollados ya no se sabía cómo meterlos de nuevo. Quitada la sábana, el cuerpo del vizconde apareció horriblemente mutilado. Le faltaba un brazo y una pierna, y también toda la parte de tórax y abdomen comprendida entre aquel brazo y aquella pierna había desaparecido, pulverizada por aquel cañonazo recibido de lleno. De la cabeza quedaba un ojo, una oreja, una mejilla, media nariz, media boca, media barbilla y media frente: de la otra mitad de la cabeza no había más que una papilla. En pocas palabras, se había salvado sólo la mitad, la derecha, que por otra parte estaba perfectamente conservada, sin ningún rasguño, exceptuando aquel enorme desgarrón que lo había separado de la parte izquierda saltada en pedazos. Los médicos: todos satisfechos. "¡Huy, qué caso!" Si no moría entretanto, hasta podían intentar salvarlo. Y se pusieron a su alrededor, mientras los pobres soldados con una flecha en un brazo morían de septicemia. Cosieron, aplicaron, emplastaron: quién sabe lo que hicieron. El caso es que al día siguiente mi tío abrió el único ojo, la media boca, dilató la nariz y respiró. La robustez de los Terralba había resistido. Ahora estaba vivo y demediado.
Acá está todo el libro http://es.scribd.com/doc/6999300/Calvino-Italo-El-Vizconde-Demediado
Hola profesor soy Franco Urdinola, desde ya retome el libro para estar al dia con las actividades, aquí le dejo mi resumen...
ResponderEliminarCapítulo I:
El vizconde Medardo de Terralba cabalga hacia al guerra contra los turcos junto a su escudero Curzio. En el camino el vizconde le hace muchas preguntas al escudero sobre cigüeñas que se comportan como aves carroñeras en los campos de batalla, sobre los caballos que mueren en la batalla y sobre lo que hacen los hombres con los cuerpos de los muertos, también le explica como se obtiene pólvora de la tierra aprovechando la que se derrama. Llegan a la ciudad en la que están los de su mismo bando y el rey del castillo le nombra teniente. Esa noche no pudo dormir el vizconde.
Hola profesor Suy Franco Urdinola de 5°to 4°ta..
ResponderEliminarMi opinion personal:
El libro me ha parecido muy bien e interesante ya que simboliza que las personas tenemos dos partes, una buena y una mala, y que no puede ir cada una por su parte sino que tienen que estar las dos igual, en el mismo cuerpo sino sería un caos que cada parte fuera libre. Aquí vemos como el cuerpo malo de la persona, el vizconde malo, es el “ello” y carece de un “yo” para censurarlo y que no haga actos malos como se ha visto en el libro y también carece de un “super yo” porque el vizconde no decía que tenía la culpa de lo que había hecho. La parte buena carece de un “ello” que también es imprescindible en una persona ya que entonces carece de impulsos vitales, sexuales e impulsos de muerte.
El libro ofrece las dos caras de una moneda en la que podemos diferenciar la ira de una persona al no estar completo y el no hacer nada de la otra ya que le falta una parte, y al final se puede apreciar como el vizconde al estar completo vuelve a estar como al principio, algo confuso y se hace muchas preguntas sobre la vida e intenta descubrirlas y le lleva a más y más, una persona filosófica que piensa. Lo que más me hace pensar es que por un impulso del “ello” el ser se dividió en dos (eso lo vemos cuando el cañón le dispara al vizconde al querer matar a los hombres que lo llevaban).
Un libro muy interesante y entretenido que se puede recomendar a todo el que quiera comprender lo que quiere decir el “ello” “yo” y “super yo”.
a,
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