Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o
acierto de su madre, sino porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se
vistió con él. Su oficio era vender palabras. Recorría el país, desde las
regiones más altas y frías hasta las costas calientes, instalándose en las ferias
y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un toldo de lienzo, bajo el
cual se protegía del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No
necesitaba pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por allá,
todos la conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando
aparecía por la aldea con su atado bajo el brazo hacían cola frente a su
tenderete. Vendía a precios justos. Por cinco centavos entregaba versos de
memoria, por siete mejoraba la calidad de los sueños, por nueve escribía cartas
de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables.
También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía, sino largas historias
verdaderas que recitaba de corrido, sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas
de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas: nació un
niño, murió fulano, se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En
cada lugar se juntaba una pequeña multitud a su alrededor para oírla cuando
comenzaba a hablar y así se enteraban de las vidas de otros, de los parientes
lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le comprara cincuenta
centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancolía. No
era la misma para todos, por supuesto, porque eso habría sido un engaño
colectivo. Cada uno recibía la suya con la certeza de que nadie más la empleaba
para ese fin en el universo y más allá.
Belisa Crepusculario había nacido en una familia tan mísera, que ni
siquiera poseía nombres para llamar a sus hijos. Vino al mundo y creció en la
región más inhóspita, donde algunos años las lluvias se convierten en
avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros no cae ni una gota del cielo,
el sol se agranda hasta ocupar el horizonte entero y el mundo se convierte en
un desierto. Hasta que cumplió doce años no tuvo otra ocupación ni virtud que
sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos. Durante una interminable sequía le
tocó enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendió que llegaba su
turno, decidió echar a andar por las llanuras en dirección al mar, a ver si en
el viaje lograba burlar a la muerte. La tierra estaba erosionada, partida en
profundas grietas, sembrada de piedras, fósiles de árboles y de arbustos
espinudos, esqueletos de animales blanqueados por el calor. De vez en cuando
tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el sur siguiendo el espejismo
del agua.
Algunos habían iniciado la marcha llevando sus pertenencias al hombro
o en carretillas, pero apenas podían mover sus propios huesos y a poco andar
debían abandonar sus cosas. Se arrastraban penosamente, con la piel convertida
en cuero de lagarto y los ojos quemados por la reverberación de la luz. Belisa
los saludaba con un gesto al pasar, pero no se detenía, porque no podía gastar
sus fuerzas en ejercicios de compasión. Muchos cayeron por el camino, pero ella
era tan tozuda que consiguió atravesar el infierno y arribó por fin a los
primeros manantiales, finos hilos de agua, casi invisibles, que alimentaban una
vegetación raquítica, y que más adelante se convertían en riachuelos y esteros.
Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por casualidad la
escritura. Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento
colocó a sus pies una hoja de periódico. Ella tomó aquel papel amarillo y
quebradizo y estuvo largo rato observándolo sin adivinar su uso, hasta que la
curiosidad pudo más que su timidez. Se acercó a un hombre que lavaba un caballo
en el mismo charco turbio donde ella saciara su sed.
-¿Qué es esto? -preguntó. -La página deportiva del periódico -replicó el
hombre sin dar muestras de asombro ante su ignorancia.
La respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada
y se limitó a inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre
el papel.
-Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba noqueó al Negro
Tiznao en el tercer round.
Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan sueltas
sin dueño y cualquiera con un poco de maña puede apoderárselas para comerciar
con ellas. Consideró su situación y concluyó que aparte de prostituirse o
emplearse como sirvienta en las cocinas de los ricos, eran pocas las
ocupaciones que podía desempeñar. Vender palabras le pareció una alternativa
decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión y nunca le interesó
otra. Al principio ofrecía su mercancía sin sospechar que las palabras podían
también escribirse fuera de los periódicos. Cuando lo supo calculó las
infinitas proyecciones de su negocio, con sus ahorros le pagó veinte pesos a un
cura para que le enseñara a leer y escribir y con los tres que le sobraron se
compró un diccionario. Lo revisó desde la A hasta la Z y luego lo lanzó al mar,
porque no era su intención estafar a los clientes con palabras envasadas.
Varios años después, en una mañana de agosto, se encontraba Belisa
Crepusculario en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo
argumentos de justicia a un viejo que solicitaba su pensión desde hacía
diecisiete años. Era día de mercado y había mucho bullicio a su alrededor. Se
escucharon de pronto galopes y gritos, ella levantó los ojos de la escritura y
vio primero una nube de polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpió en
el lugar. Se trataba de los hombres del Coronel, que venían al mando del
Mulato, un gigante conocido en toda la zona por la rapidez de su cuchillo y la
lealtad hacia su jefe. Ambos, el Coronel y el Mulato, habían pasado sus vidas
ocupados en la Guerra Civil y sus nombres estaban irremisiblemente unidos al
estropicio y la calamidad. Los guerreros entraron al pueblo como un rebaño en
estampida, envueltos en ruido, bañados de sudor y dejando a su paso un espanto
de huracán. Salieron volando las gallinas, dispararon a perderse los perros,
corrieron las mujeres con sus hijos y no quedó en el sitio del mercado otra
alma viviente que Belisa Crepusculario, quien no había visto jamás al Mulato y
por lo mismo le extrañó que se dirigiera a ella.
-A ti te busco -le gritó señalándola con su látigo enrollado y antes que
terminara de decirlo, dos hombres cayeron encima de la mujer atropellando el
toldo y rompiendo el tintero, la ataron de pies y manos y la colocaron
atravesada como un bulto de marinero sobre la grupa de la bestia del Mulato.
Emprendieron galope en dirección a las colinas.
Horas más tarde, cuando Belisa Crepusculario estaba a punto de morir con
el corazón convertido en arena por las sacudidas del caballo, sintió que se
detenían y cuatro manos poderosas la depositaban en tierra. Intentó ponerse de
pie y levantar la cabeza con dignidad, pero le fallaron las fuerzas y se
desplomó con un suspiro, hundiéndose en un sueño ofuscado. Despertó varias
horas después con el murmullo de la noche en el campo, pero no tuvo tiempo de
descifrar esos sonidos, porque al abrir los ojos se encontró ante la mirada
impaciente del Mulato, arrodillado a su lado.
-Por fin despiertas, mujer -dijo alcanzándole su cantimplora para que
bebiera un sorbo de aguardiente con pólvora y acabara de recuperar la vida.
Ella quiso saber la causa de tanto maltrato y él le explicó que el
Coronel necesitaba sus servicios. Le permitió mojarse la cara y enseguida la
llevó a un extremo del campamento, donde el hombre más temido del país reposaba
en una hamaca colgada entre dos árboles. Ella no pudo verle el rostro, porque
tenía encima la sombra incierta del follaje y la sombra imborrable de muchos
años viviendo como un bandido, pero imaginó que debía ser de expresión
perdularia si su gigantesco ayudante se dirigía a él con tanta humildad. Le
sorprendió su voz, suave y bien modulada como la de un profesor.
-¿Eres la que vende palabras? -preguntó. -Para servirte -balbuceó ella
oteando en la penumbra para verlo mejor. El Coronel se puso de pie y la luz de
la antorcha que llevaba el Mulato le dio de frente. La mujer vio su piel oscura
y sus fieros ojos de puma y supo al punto que estaba frente al hombre más solo
de este mundo.
-Quiero ser Presidente -dijo él. Estaba cansado de recorrer esa tierra
maldita en guerras inútiles y derrotas que ningún subterfugio podía transformar
en victorias. Llevaba muchos años durmiendo a la intemperie, picado de
mosquitos, alimentándose de iguanas y sopa de culebra, pero esos inconvenientes
menores no constituían razón suficiente para cambiar su destino. Lo que en
verdad le fastidiaba era el terror en los ojos ajenos. Deseaba entrar a los
pueblos bajo arcos de triunfo, entre banderas de colores y flores, que lo
aplaudieran y le dieran de regalo huevos frescos y pan recién horneado. Estaba
harto de comprobar cómo a su paso huían los hombres, abortaban de susto las mujeres
y temblaban las criaturas, por eso había decidido ser Presidente. El Mulato le
sugirió que fueran a la capital y entraran galopando al Palacio para apoderarse
del gobierno, tal como tomaron tantas otras cosas sin pedir permiso, pero al
Coronel no le interesaba convertirse en otro tirano, de ésos ya habían tenido
bastantes por allí y, además, de ese modo no obtendría el afecto de las gentes.
Su idea consistía en ser elegido por votación popular en los comicios de
diciembre.
-Para eso necesito hablar como un candidato. ¿Puedes venderme las
palabras para un discurso? -preguntó el Coronel a Belisa Crepusculario.
Ella había aceptado muchos encargos, pero ninguno como ése, sin embargo
no pudo negarse, temiendo que el Mulato le metiera un tiro entre los ojos o,
peor aún, que el Coronel se echara a llorar. Por otra parte, sintió el impulso
de ayudarlo, porque percibió un palpitante calor en su piel, un deseo poderoso
de tocar a ese hombre, de recorrerlo con sus manos, de estrecharlo entre sus
brazos.
Toda la noche y buena parte del día siguiente estuvo Belisa
Crepusculario buscando en su repertorio las palabras apropiadas para un
discurso presidencial, vigilada de cerca por el Mulato, quien no apartaba los
ojos de sus firmes piernas de caminante y sus senos virginales. Descartó las
palabras secas, las demasiado floridas, las que estaban desteñidas por el
abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las
confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el
pensamiento de los hombres y la intuición de las mujeres. Haciendo uso de los
conocimientos comprados al cura por veinte pesos, escribió el discurso en una
hoja de papel y luego hizo señas al Mulato para que desatara la cuerda con la
cual la había amarrado por los tobillos a un árbol. La condujeron nuevamente
donde el Coronel y al verlo ella volvió a sentir la misma palpitante ansiedad
del primer encuentro. Le pasó el papel y aguardó, mientras él lo miraba
sujetándolo con la punta de los dedos.
-¿Qué carajo dice aquí? -preguntó por último. -¿No sabes leer? -Lo que
yo sé hacer es la guerra -replicó él. Ella leyó en alta voz el discurso. Lo
leyó tres veces, para que su cliente pudiera grabárselo en la memoria. Cuando
terminó vio la emoción en los rostros de los hombres de la tropa que se
juntaron para escucharla y notó que los ojos amarillos del Coronel brillaban de
entusiasmo, seguro de que con esas palabras el sillón presidencial sería suyo.
-Si después de oírlo tres veces los muchachos siguen con la boca
abierta, es que esta vaina sirve, Coronel -aprobó el Mulato.
-¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer? -preguntó el jefe. -Un peso,
Coronel. -No es caro -dijo él abriendo la bolsa que llevaba colgada del
cinturón con los restos del último botín.
-Además tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras secretas
-dijo Belisa Crepusculario.
-¿Cómo es eso? Ella procedió a explicarle que por cada cincuenta
centavos que pagaba un cliente, le obsequiaba una palabra de uso exclusivo. El
jefe se encogió de hombros, pues no tenía ni el menor interés en la oferta,
pero no quiso ser descortés con quien lo había servido tan bien. Ella se
aproximó sin prisa al taburete de suela donde él estaba sentado y se inclinó
para entregarle su regalo. Entonces el hombre sintió el olor de animal montuno
que se desprendía de esa mujer, el calor de incendio que irradiaban sus
caderas, el roce terrible de sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrando
en su oreja las dos palabras secretas a las cuales tenía derecho.
-Son tuyas, Coronel -dijo ella al retirarse-. Puedes emplearlas cuanto
quieras.
El Mulato acompañó a Belisa hasta el borde del camino, sin dejar de
mirarla con ojos suplicantes de perro perdido, pero cuando estiró la mano para
tocarla, ella lo detuvo con un chorro de palabras inventadas que tuvieron la
virtud de espantarle el deseo, porque creyó que se trataba de alguna maldición
irrevocable.
En los meses de septiembre, octubre y noviembre el Coronel pronunció su
discurso tantas veces, que de no haber sido hecho con palabras refulgentes y
durables el uso lo habría vuelto ceniza. Recorrió el país en todas direcciones,
entrando a las ciudades con aire triunfal y deteniéndose también en los pueblos
más olvidados, allá donde sólo el rastro de basura indicaba la presencia
humana, para convencer a los electores que votaran por él. Mientras hablaba
sobre una tarima al centro de la plaza, el Mulato y sus hombres repartían
caramelos y pintaban su nombre con escarcha dorada en las paredes, pero nadie
prestaba atención a esos recursos de mercader, porque estaban deslumbrados por
la claridad de sus proposiciones y la lucidez poética de sus argumentos,
contagiados de su deseo tremendo de corregir los errores de la historia y
alegres por primera vez en sus vidas. Al terminar la arenga del Candidato, la
tropa lanzaba pistoletazos al aire y encendía petardos y cuando por fin se
retiraban, quedaba atrás una estela de esperanza que perduraba muchos días en
el aire, como el recuerdo magnífico de un cometa. Pronto el Coronel se
convirtió en el político más popular. Era un fenómeno nunca visto, aquel hombre
surgido de la guerra civil, lleno de cicatrices y hablando como un catedrático,
cuyo prestigio se regaba por el territorio nacional conmoviendo el corazón de
la patria. La prensa se ocupó de él. Viajaron de lejos los periodistas para
entrevistarlo y repetir sus frases, y así creció el número de sus seguidores y
de sus enemigos.
-Vamos bien, Coronel -dijo el Mulato al cumplirse doce semanas de éxito.
Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos palabras
secretas, como hacía cada vez con mayor frecuencia. Las decía cuando lo
ablandaba la nostalgia, las murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su
caballo, las pensaba antes de pronunciar su célebre discurso y se sorprendía
saboreándolas en sus descuidos. Y en toda ocasión en que esas dos palabras
venían a su mente, evocaba la presencia de Belisa Crepusculario y se le
alborotaban los sentidos con el recuerdo del olor montuno, el calor de
incendio, el roce terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que empezó a andar
como un sonámbulo y sus propios hombres comprendieron que se le terminaría la
vida antes de alcanzar el sillón de los presidentes.
-¿Qué es lo que te pasa, Coronel? -le preguntó muchas veces el Mulato,
hasta que por fin un día el jefe no pudo más y le confesó que la culpa de su
ánimo eran esas dos palabras que llevaba clavadas en el vientre.
-Dímelas, a ver si pierden su poder -le pidió su fiel ayudante.
-No te las diré, son sólo mías -replicó el Coronel. Cansado de ver a su
jefe deteriorarse como un condenado a muerte el Mulato se echó el fusil al
hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario. Siguió sus huellas por toda
esa vasta geografía hasta encontrarla en un pueblo del sur, instalada bajo el
toldo de su oficio, contando su rosario de noticias. Se le plantó delante con
las piernas abiertas y el arma empuñada.
-Tú te vienes conmigo -ordenó. Ella lo estaba esperando. Recogió su
tintero, plegó el lienzo de su tenderete, se echó el chal sobre los hombros y
en silencio trepó al anca del caballo. No cruzaron ni un gesto en todo el
camino, porque al Mulato el deseo por ella se le había convertido en rabia y
sólo el miedo que le inspiraba su lengua le impedía destrozarla a latigazos.
Tampoco estaba dispuesto a comentarle que el Coronel andaba alelado, y que lo
que no habían logrado tantos años de batallas lo había conseguido un
encantamiento susurrado al oído. Tres días después llegaron al campamento y de
inmediato condujo a su prisionera hasta el candidato, delante de toda la tropa.
-Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras, Coronel, y
para que ella te devuelva la hombría -dijo apuntando el cañón de su fusil a la
nuca de la mujer.
El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente, midiéndose
desde la distancia. Los hombres comprendieron entonces que ya su jefe no podía
deshacerse del hechizo de esas dos palabras endemoniadas, porque todos pudieron
ver los ojos carnívoros del puma tornarse mansos cuando ella avanzó y le tomó
la mano.
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