Hoy cumplí once años y papá me regaló un libro
de Italia lleno de mapas y fotos de iglesias, de plazas, de parras, de lanchas
y de gente italiana vestida con ropa de antes. Ahora ya sé de dónde vino mi
abuelo porque papá hizo un redondel donde decía Sicilia. Debe ser muy distinto
al pueblo de nosotros y seguro que allí los barrios son todos iguales, no como
acá.
Nosotros vivimos en un barrio que está entre
el centro y las villas de la gente pobre. Todos los hombres de esta cuadra son
empleados, como papá. Pero mi hermano y yo somos más morochos que los chicos de
los vecinos. De eso me di cuenta el año pasado, el día que se armó la gran
pelea.
Yo iba a cuarto y era amiga de todo el barrio.
Más que nada de Chichita y Jorge Petrelli, dos chicos muy rubios que viven aquí
a la vuelta. También jugaba con la gorda Marín, que es una aburrida, y con
Marta Fraile, que siempre se hace la bonita porque tiene ojos verdes. A veces
lo invitábamos a Carlitos, el hijo del dueño de la Tienda El Siglo, que por ser
hijo de ricos es bastante tarado. Pero ese año estaba también un chico holandés
que vino a la Argentina porque el padre tenía que estudiar no sé qué de la
Shell o del petróleo.
Desde que llegó el holandés todos andábamos atrás
de su monopatín y de todos esos juguetes raros que trajo de Inglaterra. Lo que
más nos divertía era enseñarles palabras como “culo” y “carajo” y otras peores.
Jorge Petrelli le pedía: —Decí soy un maricón —y nosotros llorábamos de la risa
antes de que él empezara a repetirlo.
Yo no sé por qué le entendía algunas palabras
de las de él. Capaz que es cierto lo que dice mi papá, que soy más viva que el
zorro. Y con eso de que lo entendía, siempre terminaba consiguiendo algo más
que los otros.
Un día Chichita Petrelli se enojó porque nunca
le tocaba usar el monopatín. Claro, cuando yo lo agarraba, siempre me iba desde
mi casa hasta el correo, que son tres cuadras en bajada con la calle toda de
asfalto.
Ese día, cuando volví del correo, ella se puso
a llorar y, como no se lo daba, me miró con cara de perra y me gritó delante de
todos los chicos: —¡Negra catinga! ¡Sos una negra catinga! —Ahí fue cuando yo
me puse rabiosa, porque eso lo dicen a los pobres que tienen cara de indios, a
los negritos, y ahí no más le grité más fuerte: —Y vos sos una rubia podrida.
¡Una rusa de mierda! ¡Sos una culosucio! ¡Eso es lo que sos! ¡Mejor lavate la
bombacha, que siempre andás sacando fotos gratis y se te ve toda la mugre! ¡Y
sos muy mocosa para que te guste el holandés! ¡Y ahora TODOS van a saber que un
día en la escuela un chico te tocó el culo! —Ella estaba toda colorada y me
empezó a decir: —Andate, india olorosa… —pero no la dejé terminar y le tiré el
monopatín por la cabeza y vi que le salió sangre.
Enseguida disparamos a mi casa, con mi
hermano, que es menor que yo y más tonto para pelear. Le conté a mamá que no
iba a ser más amiga de Chichita. Y le iba a mentir un poco pero entró la señora
de Petrelli sin tocar el timbre y se peleó con mamá y se fue diciendo que éramos
una porquería.
Después me di cuenta de que papá estaba
escuchando todo desde la pieza. Cuando la señora ya estaba lejos él apareció
con el cinto y nos pegó a mí y a mi hermano y le dijo a mamá que ella tenía la
culpa de que fuéramos tan camorreros y que las indias no sirven para criar
hijos, no como su mamá que era italiana y los tenía bien cortitos y los hacía
trabajar de chicos.
Mamá lloraba y mi hermano como un bobo se le
colgaba de la pollera.
Y ahí fue cuando se me ocurrió que tenía que
estar del lado de papá, porque si me parecía a él nadie más me iba a gritar
negra catinga. Por eso, ahora, no me subo más al paredón. Ahora juego con la
gorda aburrida y me pongo los ruleros y, cuando cumpla los dieciocho, me voy a
teñir el pelo de rubio.
Autor: Juana Porro Libro: Selección de cuentos argentinos.
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