Voy a contar un secreto.
Cuando yo era chico a mi mamá se le salía la
cabeza. Era insoportable verla así, temía que nunca volviera a colocársela.
Entonces yo debía hacerlo. También pasaba que mi padre regresaba del trabajo
sin sus brazos y yo debía señalarle que se los había olvidado o se los había
dejado quitar. A veces volvía tan cansado que no quería regresar y decía que al
otro día iría por ellos, pero yo no aguantaba la idea de que alguien los tomara
y no volvieran a aparecer, los buscaba.
El caso de mi padre era complejo, pues cuando
discutía con mamá se quedaba sin rostro y debía ser yo quien con mucha
paciencia y sin asustarme le colocara primero la nariz para que pudiera
respirar, luego la boca, los ojos siempre últimos para que no se asustara. Ella
también quedaba mal, se le desarmaban las piernas y era incapaz de ir a ninguna
parte. Aprendí a colocarle las rodillas, los pies y al rato caminaba aunque sus
primeros pasos eran muy pesados. A mi papa lo echaron de los trabajos varias
veces y en cada día tardó días sin regresar a casa. Mi madre pasaba del susto
al enojo pero no salía a buscarlo, entonces iba yo. Una vez no me reconoció y
no quería venir conmigo, pues no sabía quién era ni a donde lo llevaría, se
quejaba. Tuve que mentirle para que me siguiera.
Trabajé tanto que durante esos años me dormía
sobre el pupitre, sin embargo, nadie se burlaba ni los maestros me retaban
porque sabían que ocurría en casa. Vivíamos en una ciudad pequeña, de esas en
las que todos se conocen. Lo cierto es que no me dormía porque tuviera sueño,
era algo más bien raro, el maestro empezaba a hablar y yo sentía una placida
somnolencia que me invadía. Tuve tres maestras y dos maestros de distintas
edades, pero todos tenían algo suave en la voz como un ronroneo, un sonido
aterciopelado en la garganta. Era tan extraño que no podía prestar atención a
lo que decían, si no a ese sonido. Me concentraba en él como cuando uno lee un
libro que lo atrapa y, según yo, eso hacia, pero según los demás me había
dormido. Luego regresaba a casa y tal vez debía calentarme algo para comer o
quizás mama había cocinado algo delicioso y papa había comprado algún vino caro
y eran muy felices, entonces yo también. Éramos muy felices. Su felicidad no se
podía comparar con nada en el mundo, era la única cosa capaz de hacerme olvidar
el sonido de la voz de mis maestros, por que ella sola, esa felicidad era suficiente.
Una de esas ocasiones mi padre dijo una frase que me quedó para siempre: “La
vida es una gran fuente y si uno tiene un recipiente sano hasta la más pequeña
tasa sirve para calmar la sed” y me despeinó con la mano. Entonces no entendí
que había querido decir, hoy si.
Pero esos momentos tan radiantes eran muy
frágiles, no duraban por ue ellos eran como un recipiente roto, por usar sus
palabras, y se ve que nada de esa fuente les era suficiente, quiero decir, todo
se les volcaba. Y era tan poca agua la que llevaban a la boca y eran muy
infelices y tristes y se les caía el rostro, los brazos o perdían la cabeza,
que es lo que conté antes. Hasta que llegaban otra vez esos momentos de
felicidad incomparable.
Una noche una mujer me sacó volando de la
casa, me sentó frente a una mesa llena de manjares, sanguches de tres o cuatro
capas, refrescos de todos los gustos, dulces y quien sabe cuántas cosas más. Me
llenó los bolsillos de dinero, se agachó para estar a mi altura y dijo
amablemente:
–No es tarea de un niño hacer esos trabajos
por sus padres.
–Pero si no los hago yo ¿quién los hará? le
repliqué.
–Quizás nadie, pero no deben hacerlos un niño,
insistió.
–Pero si no lo hago, nadie lo hará.
Y entonces esto fue lo que me respondió:
–Hay que dejar que nadie lo haga. Y me
devolvió a mi cama.
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